1988, un viaje detrás de la Cortina de Hierro

Tendría yo 14 o 15 años. En el galpón de la casa de mi abuela había una vieja biblioteca llena de libros olvidados. Hurgando en ella, encontré un libro que relataba la invasión de Budapest por los tanques soviéticos, luego de que Imre Nagy anunciara el primero de noviembre de 1.956, la salida de Hungría del Pacto de Varsovia y solicitara a la ONU que reconociera a Hungría como un país neutral. Janos Kadar restauró el régimen al precio de miles de muertos y exiliados.  Los húngaros intentaron un camino diferente a la ortodoxia soviética; un atisbo de libertad para un régimen que todavía vivía bajo el fantasma de las estructuras stalinistas y que fue sofocado con los tanques a sangre y fuego.

Terrible error de cálculo. Olvidaron que el  Ejército Rojo y el Partido Comunista no podían permitir heterodoxias por temor a  que las mismas se propagaran. Mucho menos en Europa Oriental, tan cerca de la Europa libre. Triste tarea para un Ejército que había escrito páginas de heroísmo derrotando al nazismo en el frente más importante y sangriento de la Segunda Guerra Mundial.


¿Qué libro era? Nunca más lo encontré. Se perdió. Pero quedó grabada en mi mente la vívida descripción de los tanques  ahogando el  intento libertario de los húngaros.

Muchos años después, en 1988, tuve ocasión de formar parte de una delegación de nuestra Cancillería en visita de trabajo por Hungría, Checoslovaquia, Rumania y Berlín Oriental. Viaje histórico para mí, porque apenas un año después, caería el Muro de Berlín.

Comenzamos por Hungría. Budapest aún conservaba el garbo y cierta elegancia de tiempos idos después de la Gran Guerra. Final para el otrora Imperio austro-húngaro. Guerra iniciada por las élites de los países europeos que seguían pensando en clave de siglo XIX y no se habían dado cuenta de la evolución que los armamentos habían tenido; no eran conscientes de la capacidad de matar que habían acumulado y produjeron así una masacre innecesaria y gigantesca. Verdún y el Somme son tal vez  los dos máximos monumentos a la irracionalidad de las  clases dirigentes, lejanas y ajenas al sufrimiento de sus pueblos/soldados, convertidos en verdadera “carne de cañón”. Comenzaron con ejércitos de voluntarios y continuaron con las levas obligatorias. Finalmente Versailles… y luego la locura nazi-fascista que lleva a la Segunda Guerra Mundial, seguida de la ocupación de los países de la Europa oriental por el Ejército Rojo y la consecuente toma del poder por la minoría bolchevique.

De los cuatro países que visitamos, Hungría y Checoslovaquia tenían mayores grados de liberalización. Nuestros anfitriones húngaros, funcionarios de la Cancillería local, se permitían ciertas libertades en los diálogos fuera de la mesa de trabajo; no pretendían ser un modelo a copiar. La visita a la Catedral de San Esteban era parte de la más pura tradición húngara y la alegría de sus músicas y sus bailes ponían un condimento de color a las aburridas parrafadas sobre su política exterior que no podíamos sino escuchar. La fortaleza y vitalidad del pueblo húngaro asomaban por doquier.

Impactaban los viejo Lada, los viejos ómnibus, la austeridad casi pobre en el vestir, pero en los bares y cafés que los había, se notaba cierto aire de que no estábamos en un régimen stalinista, se notaba que el impacto de los turistas europeos occidentales con sus autos, motos y ropas, impactaba en la población local.
Una economía con preponderancia  agrícola, pero atrasada. La maquinaria, los tractores, las sembradoras; había que recorrer negocios de venta de implementos usados y ya viejos, en Argentina, para encontrar algo semejante. Los sembrados no impactaban por su productividad y la infraestructura de almacenaje, silos y plantas de acopio de granos, llamaban la atención por sus chapas herrumbradas y su módico tamaño.

Todos nuestros interlocutores, en especial fuera de los círculos oficiales, ansiaban conseguir un permiso para viajar a algún país de Europa occidental, permisos que comenzaban a ser más fáciles de conseguir. No quedaban dudas,  que el “ser húngaro” era claramente más fuerte que el “ser comunista”. El encanto del Danubio, los habitantes de paisajes campestres casi antiguos y la gente del común que iba y venía a sus trabajos en Budapest, mostraban una vitalidad inocultable que de alguna manera perforaba la armadura del sistema totalitario en decadencia. Asomaba en múltiples  ejemplos de la vida cotidiana, la historia que no se doblegaba del que otrora fuera un país clave en el centro de Europa.

Seguimos nuestro viaje por Checoslovaquia. Los funcionarios nos hablaban de la industria checoslovaca con orgullo. Orgullo que tenía su razón de ser antes que el Ejército rojo implantara por la fuerza el totalitarismo comunista. Los autos Skoda, habían sin duda conocido épocas mejores que los tristes y vetustos modelos que circulaban por el país y en diversos rubros la industria local había sido reconocida en la Europa de pre-guerra.
Nos llevaron a visitar una fábrica de copas de cristal. La vieja tecnología artesanal producía copas y objetos de calidad. La escala era pequeña. La fábrica era más un viaje al pasado glorioso de los artesanos, que una industria con posibilidades de competir con sus vecinos alemanes o franceses. Pero a pesar de estas limitaciones, se respiraba una cultura que valorizaba la producción industrial.

 Nuestros anfitriones eran sin duda tan abiertos como los húngaros. Un diplomático joven, aprovechaba todas las oportunidades para hacerme saber sus opiniones de que “esto así no funciona más”…se animaba a criticar no sólo la ineficiencia productiva, sino la falta de discusión de las ideas y el colapso del sistema de planificación centralizada. No dejó de sorprenderme, porque era uno de los diplomáticos que luego se sentaba en la mesa como interlocutor oficial…

Praga, a pesar de todo, era especial. Su arquitectura conseguía mantenerse y mostraba sus rasgos distintivos que no se doblegaban al gris del régimen. Sin embargo no había profusión de bares, cafés o restaurantes.Checos y eslovacos unidos por la lógica del partido  único y el Pacto de Varsovia. Praga esperando renacer. Nuestro tango dice que “veinte años no es nada…” pero Alexander Dubcek y 1968 eran una memoria lejana, casi olvidada. O al menos es lo que creíamos ver en la superficie, pues en 48 horas de estadía era difícil escudriñar la realidad profunda política y social. Por suerte, y gracias a la lucha de  checos y eslovacos, esa realidad no demoraría mucho en surgir, potente y arrolladora, haciendo realidad los sueños de Dubcek y los mártires de 1968.

De Praga volamos a Bucarest. Llegamos de noche. Inmenso ramo de rosas rojas para nuestra Delegación.El paisaje me hizo acordar a una película de la segunda guerra en blanco y negro. Casi nadie por la ciudad. Pocos autos feos y oscuros.Nos alojaron en el mejor hotel de la capital de Rumania. Cortesía de la Canciller rumana. Poca luz.

Inmediatamente cena de bienvenida. Comedor del hotel muy grande. Sólo dos mesas ocupadas. La nuestra y otra. Poca luz. Tres personas con violines ponían música lúgubre a esa cena casi clandestina. En otra mesa cercana cenaba Beria solitario… ¿o me equivoqué? O tal vez no… ¿Sería algún agente de Ceaucescu, cuidando a los que nos cuidaban a nosotros?

Los rumanos orgullosos porque su etnia era especial y no se emparentaba con el resto de los centro-europeos. Eran diferentes. Y Ceaucescu también lo era. Había llevado el culto a la personalidad a límites que  serían caricaturescos si no hubiesen sido sangrientos. El tenía su propia interpretación del camino al comunismo, no menos totalitario que los otros, pero pretendía para Rumania un lugar diferenciado. El Palacio Presidencial lo era, gigantesco, exagerado. También su final y el de su esposa. Fueron colgados por la gente del común que en su “día de furia” pretendieron vengar miles y miles de opositores asesinados. Ceaucescu tenía razón, los rumanos eran diferentes; habían soportado una dictadura sangrienta y gracias a un espíritu inquebrantable habían finalmente triunfado.

Nos llevaron a visitar un convento de monjas de clausura. Cristianas, Católicas, Iglesia Rumana.  Pero que no estaban “clausuradas” para visitantes especiales; es decir funcionarios extranjeros. Cuando transitamos por Bucarest, nos impresionaban las largas colas de rumanos esperando pacientemente su turno en negocios de venta de comida. El resto de los comercios, escasos, tenían pocos productos a la venta. Ropas y zapatos eran difíciles de encontrar.

También visitamos una casa para huéspedes en las montañas. Cerca del castillo del Conde Drácula. El almuerzo allí servido, estuvo lleno de “anécdotas reales” sobre el rumano más famoso, con excepción de Ceaucescu por supuesto. Pedimos volver antes que llegara la noche. En fin, por las dudas…

¿Cualquier lector se preguntará: ¿Y las conversaciones oficiales? Para el olvido. Nada recuerdo…
¡Estábamos ya embarcados en un Tupolev que no era de los más modernos, cuando nos sobresalta la sirena de un auto que cruza la pista a toda velocidad en dirección a nuestro avión! Se detiene al lado de la escalerilla y alguien sube a paso firme. Aparece un oficial rumano con “aquel” ramo de flores en sus manos. “¡Se olvidaron las flores en el hotel…!!!”  Agradecimos con la mejor disculpa posible…nuestras miradas se cruzan mezcla de espanto e incredulidad… y finalmente  se cierra la puerta y el Tupolev despegó rumbo a Berlín Oriental.

Llegamos a Berlín Oriental domingo por la tarde. El programa oficial nos tenía reservado un concierto de una orquesta de jóvenes australianos en el Teatro de Berlín (hoy llamado “Konzerthaus Berlín”) reconstruido entre 1.979 y 1.984 como gran teatro de conciertos con 1.600 plazas en su sala principal.  Con el tiempo justo, tuvimos que cruzar raudos por el hall de ingreso y subir a  un palco preferencial del primer piso.
Nos acompañaba el Director de la Cancillería para América Latina. Un alemán muy simpático, que hablaba perfecto castellano. Su esposa también estaba presente y no tenía problemas para expresarse en nuestro idioma. Me impresionaron tantas columnas y todas de mármol en el hall de entrada por el que pasamos rápidamente, ¿O no serían de mármol…?

Subimos al primer piso, y cuando nos  sentamos en la primera fila del palco, poco antes del comienzo del concierto, la balaustrada a medio metro a nuestra frente también era toda de mármol… ¡Mi curiosidad pudo más que mi prudencia, y pretendiendo que me ponía de pie para mirar hacia abajo, con toda discreción (eso creí yo) apoyé mi mano derecha buscando el frío del mármol para encontrar el tibio del estuco…! Inmediatamente, la esposa alemana que estaba sentada a mi lado, me  dijo con voz firme: no Sr. Hunt, no es mármol!! ¡Me salvó la orquesta, que seguramente habiendo percibido lo sucedido, comenzó con su concierto en ese mismo momento!

Fuimos alojados en una  casa para huéspedes oficiales en el medio de un parque. Imposible moverse por medios propios.

Impactaba el plano urbanístico de la ciudad y los edificios, y las anchas veredas con pocos transeúntes, y los uniformes militares o policiales de quienes custodiaban los edificios públicos de ese color gris ratón, botas de cuero negro, cascos demasiado parecidos a “aquellos cascos”…Arquitectura y urbanismo para reducir la estatura física y espiritual del ser humano; para empequeñecer al individuo enalteciendo los grandes espacios vacíos y grandes y fríos edificios. Lo lograban. O al menos parecía que lo lograban. Poco sabíamos cuán poco faltaba para que no lo lograran…

Obsesión con la comparación. La vecindad de sus hermanos alemanes del otro lado del muro los agobiaba. Eran innumerables los comentarios directos e indirectos a la “superioridad” del sistema de la planificación centralizada y el partido único. Los logros de la industria y la ciencia de la RDA eran tantos, pero tantos… ¿Dónde vivíamos nosotros que todavía no nos habíamos dado cuenta? Y ¿dónde vivía la dirigencia de la RDA que todavía no se había dado cuenta del espíritu inquebrantable del pueblo alemán?

La mañana de nuestra partida, bajé primero a desayunar y ya estaba nuestro Director de Américas de la Cancillería local esperando en la mesa del desayuno. Rápidamente me acerca un diario local y me muestra alborozado un artículo breve, que comentaba la visita de la Delegación argentina a la RDA.  Cuando baja el resto de mis colegas, no tengo mejor idea que decirles: “miren, aquí publicaron un articulito sobre  nuestra visita”. “Articulito” Sr. Hunt? ¡Casi vocifera el diplomático alemán, casi perdiendo la compostura!

La ciudad, a diferencia de las tres capitales antes visitadas, Budapest, Praga y Bucarest, no podía ser más ordenada. Todos los diplomáticos alemanes eran un ejemplo de ortodoxia. Nadie se permitía el menor comentario heterodoxo, como nos había sucedido en Budapest y Praga. Evidentemente Honecker y la Stasi eran muy eficientes.

Pero aquella triste y horrorosa pared era muy débil para esconder las diferencias. De un lado la libertad y un alto nivel de vida. Del otro, todo gris, poca libertad, poca tecnología, poca alegría.
Conservo de recuerdo una piedra del triste Muro que una diplomática amiga me regaló.

Siempre me pregunté que habrá sido de aquel eficiente Director de las Américas de la Cancillería de Honecker y de la Stasi, mal llamada República y Democrática. Alemana sin duda, tanto que la reunificación, fue el reencuentro histórico de un pueblo que el endeble muro no pudo dividir.

Comentarios

Entradas populares